París, junio de 1940. Las tropas alemanas desfilan por los Campos Elíseos. La ciudad ha caído, pero no se ha rendido del todo. Bajo el peso de las banderas nazis ondeando sobre el Arco del Triunfo, la vida parisina, esa mezcla de arte, humo de cigarro y conversaciones interminables en los cafés, intenta sobrevivir. A veces, incluso, se permite seguir soñando.

Durante la ocupación alemana (1940-1944), la escena cultural parisina no desapareció: mutó, se ocultó, se contradijo. Los cafés de Saint-Germain-des-Prés, Montmartre y el Barrio Latino, otrora hervideros de artistas y filósofos, se convirtieron en lugares ambiguos: centros de conspiración, de colaboración... y de resistencia silenciosa.

Escritores bajo vigilancia: pluma, papel… y peligro

Durante la ocupación nazi (1940–1944), la literatura en París no murió. Pero se transformó, se tensó, se volvió espejo de su tiempo. Bajo la censura alemana, los escritores franceses se vieron obligados a elegir: exilio, silencio, colaboración o resistencia.

Muchos abandonaron el país (André Breton, Saint-Exupéry), otros callaron, pero algunos —consciente o inconscientemente— decidieron quedarse. Esos escritores vivieron bajo la vigilancia constante de la Gestapo, la policía colaboracionista francesa, y los censores alemanes.

La censura: el enemigo invisible

La administración alemana imponía férreos controles a editoriales y librerías. Se prohibieron autores judíos, textos considerados “decadentes” o “subversivos”, y toda crítica directa al Tercer Reich o al régimen de Vichy.

Aun así, algunos libros lograban colarse entre los huecos de la censura, con dobles sentidos, alegorías o discursos aparentemente apolíticos. La escritura se volvió un arte de la sugerencia.

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: existir bajo la ocupación

Sartre publicó y representó obras como Las moscas (1943) y A puerta cerrada (1944), ambas con un trasfondo político disfrazado de existencialismo.

  • Las moscas fue interpretada como una metáfora de la culpa colectiva y la necesidad de rebelión ante el poder opresor.
  • En A puerta cerrada, el infierno son los otros, pero también puede ser la sociedad vigilada por la mirada del régimen.

Simone de Beauvoir, por su parte, trabajó como profesora y escritora, y escribió parte de El segundo sexo durante ese período. Su relación con la ocupación fue también ambigua: ella misma reconoció que, pese al peligro, la ciudad ofrecía una extraña libertad para pensar. La ocupación redujo las distracciones y creó una burbuja de concentración intelectual.

Albert Camus: resistencia en papel

Camus, más comprometido políticamente, fue parte activa de la Resistencia intelectual. Colaboró con el periódico clandestino Combat, donde publicó artículos firmados y anónimos que llamaban a la rebelión moral contra el colaboracionismo.

Durante esos años escribió El extranjero (1942) y El mito de Sísifo (1942), dos obras clave del absurdo. La indiferencia del universo, la lucha solitaria del hombre, la búsqueda de sentido en medio del caos… eran ecos directos del mundo que vivía.

Dato curioso: El extranjero fue publicado por Gallimard —una editorial controlada por colaboradores—, lo que ha generado debates posteriores sobre la “zona gris” moral de la vida intelectual en la ocupación.

Autores colaboracionistas: la pluma al servicio del enemigo

No todos los escritores se resistieron. Algunos apoyaron abierta o indirectamente al régimen:

  • Robert Brasillach, escritor de ultraderecha, promovió ideas fascistas desde Je suis partout y justificó la deportación de judíos. Fue ejecutado en 1945 por traición, pese a que intelectuales como Camus y Mauriac pidieron clemencia.
  • Drieu La Rochelle, autor y editor de La Nouvelle Revue Française, apoyó el fascismo y el régimen de Vichy, aunque terminó suicidándose en 1945 tras ver que el mundo que apoyaba se desmoronaba.

Estos casos muestran cómo la ocupación radicalizó a muchos intelectuales, empujándolos hacia los extremos morales.

Las editoriales: entre el silencio y el riesgo

Editoriales como Gallimard y Éditions de Minuit jugaron papeles complejos. Gallimard fue acusada de complacencia con el régimen, aunque publicó obras ambiguas y hasta subversivas. En cambio, Éditions de Minuit nació como editorial clandestina de la Resistencia, y publicó textos prohibidos, arriesgando la vida de editores y autores.

Teatro, literatura y el disfraz del símbolo

Muchos autores encontraron en el teatro una forma de escapar a la censura. Las obras con referencias mitológicas, clásicas o filosóficas servían de pantalla para transmitir mensajes políticos. El público entendía las claves, los censores muchas veces no.

Conclusión: escribir era resistir (o rendirse)

Durante la ocupación nazi de París, la palabra era un arma peligrosa, tanto para quien la usaba como para quien la leía. Algunos la afilaron contra el enemigo, otros la vendieron al mejor postor. Pero nadie quedó intacto.
Y en medio de la oscuridad, la literatura francesa demostró que aún sin libertad, podía seguir imaginando lo imposible.

El arte también resiste (y cede)

Pablo Picasso, aunque abiertamente antifascista, decidió quedarse en París. Su estudio era vigilado, sus exposiciones prohibidas. Cuando un oficial nazi le mostró una foto de Guernica preguntando: “¿Usted hizo esto?”, Picasso respondió: “No, ustedes lo hicieron”.

Mientras tanto, otros artistas como el coreógrafo Serge Lifar colaboraban abiertamente con las autoridades alemanas. El mundo del arte se dividía entre sobrevivientes, resistentes y oportunistas.

Cafés y clubes nocturnos: refugios intelectuales en una ciudad vigilada

1. Café de Flore y Les Deux Magots – El corazón filosófico de la Resistencia moral

Ubicados frente a frente en el Boulevard Saint-Germain, estos dos cafés se convirtieron en el cuartel general de los existencialistas. Sartre y Simone de Beauvoir pasaban horas escribiendo, discutiendo, observando. El Flore, con su interior cálido y su ambiente algo más reservado, era el preferido de Sartre, que incluso lo usaba como oficina improvisada.

Aunque París estaba lleno de oídos y ojos alemanes, estos cafés seguían siendo centros de pensamiento libre, bajo la apariencia de charlas inofensivas. De hecho, Combat, uno de los periódicos clandestinos de la Resistencia, se redactaba en parte entre taza y taza.

Anécdota: Sartre aseguraba que escribir en el Flore le permitía escapar al frío de su departamento y evitar el racionamiento de carbón. Allí trabajó en El ser y la nada mientras la Gestapo paseaba por las aceras.

2. Le Tabou – El club del jazz y del existencialismo subterráneo

Abierto en 1947 pero gestado durante la ocupación, Le Tabou nació en la Rue Dauphine como un sótano bohemio donde el jazz, el alcohol y las ideas se mezclaban hasta el amanecer. Aquí confluyeron músicos como Boris Vian y escritores como Juliette Gréco, musa de la posguerra, quien frecuentaba el club junto a artistas de la Resistencia cultural.

Aunque oficialmente posterior a la liberación, muchos de los personajes que animarían Le Tabou ya se reunían clandestinamente en sótanos similares durante la ocupación, donde la música prohibida —como el swing y el bebop— sonaba con fuerza, casi como un desafío al orden impuesto.

3. Le Lapin Agile – El espíritu de Montmartre resiste en clave poética

Este antiguo cabaret de Montmartre, con sus paredes llenas de cuadros y su atmósfera de bodega poética, se mantuvo abierto durante la ocupación. Aunque lejos del centro neurálgico intelectual, fue un refugio de artistas independientes y poetas que, sin hacer ruido, seguían creando, escribiendo, cantando.

Los nazis no solían frecuentarlo, por lo que allí se podía respirar una cierta libertad marginal. El arte no se gritaba, se susurraba.

4. Chez Le Catalan – Refugio de exiliados españoles y resistencia silenciosa

Este café cercano a la Place Maubert era punto de reunión para exiliados republicanos españoles, antiguos combatientes y simpatizantes antifascistas. Aunque no tan famoso como los cafés de Saint-Germain, fue clave en la circulación de mensajes y contactos entre la Resistencia francesa y la red de apoyo española.

5. El rol secreto de los garzones y camareros

Muchos camareros de estos cafés actuaban como intermediarios de mensajes, observadores o incluso protectores de clientes perseguidos. En Le Dôme o Le Select, ambos en Montparnasse, era común ver a camareros que, con una mirada o un gesto, advertían de una redada o la presencia de un colaborador.

La ocupación no transformó solo a los artistas: hizo de cada ciudadano una posible pieza en el tablero de la clandestinidad.

La música como susurro de libertad

En varios clubes del barrio de Pigalle y del Marais, el jazz siguió sonando, a menudo a escondidas o disfrazado. Django Reinhardt, guitarrista gitano que logró esquivar la deportación, tocaba en clubes semiclandestinos, con su estilo rápido y melancólico, como un lamento de un pueblo perseguido. Su música simbolizaba la resistencia desde el arte, desde la emoción pura.

Epílogo: mesas pequeñas, ideas grandes

En estos cafés se fraguaban ideas que cambiarían la posguerra. Se escribían novelas entre cortes de luz, se componía música entre redadas, se discutía filosofía sabiendo que cualquier frase podía costarte la libertad.
Pero incluso entonces, París mantenía algo esencial: la certeza de que la cultura era también una forma de lucha.

Ambigüedad moral: la delgada línea entre sobrevivir y traicionar

La ocupación convirtió a París en una ciudad donde cada palabra podía delatarte y cada silencio podía salvarte. Algunos artistas colaboraban por miedo o por dinero; otros utilizaban su posición para esconder judíos, mensajes o armas. Existía una “zona gris” constante donde las decisiones no eran blancas o negras, sino desesperadamente humanas.

Conclusión: belleza sitiada, espíritu libre

La vida bohemia en el París ocupado fue una danza sobre el filo de la navaja. Una mezcla de conformismo, valentía, cinismo y creatividad. Como escribió Camus, “el verdadero arte nace de la libertad; pero también sabe sobrevivir cuando está sitiado”.

París, incluso en su hora más oscura, nunca dejó de ser París.