Se encuentra justo en frente de la catedral de Notre Dame: la insigne librería Shakespeare and Company. Un lugar que todo amante de la lectura no debe dejar de visitar.
La más legendaria librería anglófona de París cumple un siglo de existencia. Shakespeare and Company llega a su primer centenario en plena forma, plantando cara al comercio electrónico y permaneciendo fiel al espíritu que llevó a Sylvia Beach a fundar este establecimiento el 19 de noviembre de 1919. En su local de la rive gauche se concentró la plana mayor de escritores anglosajones exiliados en París, como Ernest Hemingway, quien dedicó un capítulo a la librería en París era una fiesta. También F. Scott Fitzgerald, D. H. Lawrence, Gertrude Stein o James Joyce. Fue la misma Beach quien accedió a publicar su Ulises en 1922, cuando nadie quería oír hablar de él tras su juicio por obscenidad, antes de que el escritor irlandés vendiese los derechos a una editorial de mayor envergadura y la dejara casi en la ruina.
Beach, a quien su biógrafa llamó “la comadre del modernismo”, escondía otras aristas. Nació en Baltimore (EE UU) en 1887 y fue una entregada sufragista, que viajó a España para estudiar de cerca sus movimientos libertarios, antes de instalarse en París y abrir esta tienda junto a su compañera, Adrienne Monnier. Shakespeare and Company era entonces una mezcla de librería y biblioteca que frecuentaron, sobre todo, mujeres deseosas de emanciparse intelectualmente, en una época en que la lectura se consideraba un peligro para su género. Entre ellas estaba Simone de Beauvoir, que tomó prestados volúmenes de William Faulkner y Virginia Woolf en un tiempo en que era prohibitivo agenciárselos, como demuestran distintas fichas de préstamo conservadas.
Otro estadounidense, George Whitman, le tomó el relevo en los sesenta, cuando rebautizó su librería a la orilla del Sena, Le Mistral, con el nombre de la tienda de Beach, que se lo regaló antes de morir, según su versión, al considerar que era su más digno sucesor. Si la fundadora estuvo vinculada a la Generación Perdida que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial, Whitman atrajo a esos beatniks que intentaron dar cuenta de lo que sucedió tras la Segunda. Ahí estaban Allen Ginsberg o Gregory Corso, pero también Ray Bradbury, Henry Miller, Anaïs Nin y Julio Cortázar. Hasta su muerte en 2011, a los 98 años, Whitman llevó el timón de esta “utopía socialista disfrazada de librería”, como le gustaba llamarla. Este anciano imprevisible, que oscilaba entre la efusividad y las malas pulgas sin previo aviso, instauró una nueva política. Todo escritor de paso por París podía dormir en la librería a cambio de echarle una mano ordenando sus volúmenes durante un par de horas por jornada. A día de hoy, más de 40.000 personas han pasado la noche en la biblioteca de la primera planta.
George Whitman dejó una extraordinaria colección de papeles que los miembros del establecimiento denominan “los archivos”, pero que en su estado original eran unas monstruosas pilas a punto de desmoronarse de cartas, documentos, fotografías, libros de contabilidad, recuerdos, objetos que casi podrían considerarse desperdicios, y otros que directamente eran basura. A Krista Halverson, antigua directora de Zoetrope, la revista literaria de Francis Ford Coppola, se le encomendó la tarea de organizar todo aquello, una labor tan apasionante como aterradora. Halverson pasó a ocupar el cargo de archivista de la Shakespeare y también se le encargó escribir la historia de la tienda, que aparecerá próximamente. “Encontré un currículum de una persona que quería trabajar en la librería, quizá de 1976, pegado a una carta de Anaïs Nin”, me cuenta la archivista.** “Ambos papeles habían quedado adheridos por culpa de una cucaracha muerta”.**
Más de dos años y medio después de su fallecimiento, muchas conversaciones de la librería siguen girando en torno a George, que es como lo llama todo el mundo, incluso su hija. “Creo que no puedo decir que llegara a tener una conversación normal con George en toda mi vida, una charla en la que estuviéramos uno enfrente del otro y hablásemos. Nuestra comunicación siempre parecía una obra de teatro, una performance ”, me explica Sylvia cuando ella y David Delannet, su compañero —los dos implicados en la librería—, se reúnen conmigo. Primero nos vemos en su oficina, un espacio alegre y lleno de luz situado en la planta superior del edificio de Shakespeare and Company, agradablemente alejada —aunque no hay ascensor— de la ajetreada cueva atestada de libros que se encuentra cinco tramos de escalera más abajo.